En San Nicolás, como en buena parte del interior de la Argentina, la política ha sido históricamente un dispositivo de reproducción del privilegio. No del mérito. No del trabajo colectivo, sino del privilegio heredado, muchas veces disfrazado de vocación pública. Lo que vemos hoy es apenas la resaca de un sistema que se vació de sentido: una élite política que simula competencia mientras reparte prebendas, cargos y recursos públicos entre facciones que hace tiempo dejaron de representar a alguien más que a sí mismas.
Hoy por hoy, debemos asistir a la recuperación de la política y nos pareció pertinente para dotar de un sentido general al presente y sus desolaciones, sus silencios, sus mentiras, y sus codicias, analizar el momento político que vivimos.
En este contexto, la palabra "unidad" no es más que un significante vacío. No es un proyecto común. Es una coartada para que los mismos de siempre —los herederos de la casa tomada del 2011— se reciclen una vez más en nombre del "pueblo", al que ya ni siquiera escuchan.
Pero algo cambia. En los márgenes del sistema emerge una figura que incomoda: el huérfano político. No por falta de ideas o compromiso, sino porque nunca fue admitido en la mesa de decisiones. Milita sin guión, , propone sin banca, camina sin estructura. Y sobre todo, molesta. Porque no responde a ninguna de las redes clientelares que hoy sostienen a los que, con total impunidad, lucran con la política como si fuera una empresa familiar.
Mientras tanto, la élite local reproduce su lógica de dominación a través de un juego perverso: parecer oponentes mientras se reparten el Estado. Massistas, peronistas, camporistas, libertarios, todos orbitan —en mayor o menor medida— alrededor de la misma familia, la que gobierna desde hace años sin que nada esencial cambie para la mayoría.
Esta casta política, blindada por su control del aparato institucional y mediático, ya no busca legitimidad social. Le basta con sobrevivir electoralmente. Sabe que no puede seducir a los excluidos, entonces los margina aún más. Y cuando esos excluidos alzan la voz —cuando los huérfanos piden un lugar en la lista— se los castiga con el destierro. No hay lugar para los que no entran en el molde del obediente funcional.
Este fenómeno no es nuevo. Es estructural. Es el modo en que opera el poder en sociedades desiguales: la política se convierte en una herramienta de clausura y de control, no de apertura y transformación. En San Nicolás, como en tantos otros lugares, la democracia se reduce a una ilusión ritual: se vota, pero no se elige. Se escucha, pero no se representa. Hace muchos años que en San Nicolás estamos acostumbraos que nuestras actitudes privadas y públicas se ajusten a un nivel meramente superficial.
Y sin embargo, algo se mueve. Porque cuando los que siempre ganan ya no pueden convencer a nadie, cuando los que reparten cargos no tienen votos, y cuando los que hablan de unidad son incapaces de convivir, se abre una fisura. Y por esa grieta, emergen los huérfanos.
Huérfanos de partido.
Huérfanos de estructura.
Huérfanos de cálculo.
Pero también huérfanos del cinismo.
Los que no tienen nada que perder pueden decir la verdad. Pueden dejar de callar. Pueden recordar, por ejemplo, que en San Nicolás no se votan mujeres, pero sí se votan traidores. Que se elige a los que transforman los recursos colectivos en fortunas privadas. Que la política se convirtió en una máquina de exclusión controlada por aquellos que, por su historia y sus redes, creen tener derecho natural a mandar.
Por eso, esta no es sólo una crisis electoral. Es una crisis moral y cultural. El pacto social está roto. Los líderes no lideran. Las instituciones no median. Y la comunidad —que ya no cree— opta por el escepticismo, el voto en blanco o el retiro.
La pregunta, entonces, no es si los de siempre van a ganar otra vez. La pregunta es si los huérfanos a los que nos referimos están dispuestos a vengarse pero con organización. A construir sin mentir. A disputar poder sin ceder su autonomía y sus valores como los valores de otros militantes que también quedaron huérfanos. Porque si no lo hacen ellos, no lo hará nadie.
Y vos, lector:
¿vas a volver a votar a los mismos de siempre?
Nosotros no.