

Por: Diego de la Vega
La mañana se había puesto fría, con ese frío que parece no tocar la piel pero se mete por las uñas, por la nuca, por lo no dicho. San Nicolás dormía con los ojos abiertos, como si sospechara algo. Diego de la Vega salió de su casa cuando aún la vereda estaba húmeda y las ventanas hablaban solas con el vaho.
Pensaba. Como suele hacerlo quien no ha podido olvidar la batalla de Caseros. Pensaba en Pujol, en esa absurda voluntad de dividir lo indivisible. Pero también pensaba en su barrio, en las calles rotas, en los vecinos que cada día eran un poco más silencio y menos protesta.
Pasó frente al Concejo Deliberante. Allí, como si un director de teatro las hubiese dispuesto con ironía, estaban las dos veredas: de un lado los vecinos de General Rojo, vestidos como si la toponimia fuese uniforme; del otro, los de Conesa, celestes como cielo de siesta. No se hablaban, claro. Pero estaban juntos, aunque nadie lo dijera. La causa los unía: las salas de atención primaria, esos templos chicos donde se cura lo que los grandes hospitales ya dan por perdido.
Una ventana abierta lo tentó a mirar. Y allí, apenas detrás de un árbol flaco y desprolijo como un adolescente, apareció la figura de Daniel Luchelli. Ese actor fracasado devenido en profesor de gimnasia, devenido en político, devenido en sombra. Luchelli no hacía nada, que era una forma de hacerlo todo. Observaba. Sonreía como quien ya ganó.
Diego siguió. La plaza Mitre lo recibió con su habitual estatismo de postal. Y en un banco —con la naturalidad de lo inevitable— estaba Diógenes Cianuro, tomando mate. El mate, ese objeto que en manos de Diógenes era una declaración de principios.
—Hace frío —dijo, sin levantar la vista.
—Lo sé —respondió Diego, recibiendo el mate sin ceremonia.
Hubo un silencio. No esos silencios cortos y pudorosos. Uno de los largos. De los que permiten que la ciudad piense.
—Pasó por el Concejo —dijo Diógenes, al fin—. Entonces sabe. Rojo y Conesa son la punta. Después vendrán los demás. Hay una jueza de convivencia que se cree Corte Suprema. Amenazas. Multas. Hostigamientos suaves, como quien pide disculpas por robarte.
Diego lo miró, como si las palabras tuvieran doble fondo.
—Va muy rápido. Hable claro.
Diógenes hizo una pausa. Bebió. El mate era fuerte, de esos que despiertan o matan.
—Negocios. Tierras fiscales. Tierras no fiscales que pronto lo serán. Los chicos del TikTok han descubierto que con un par de notificaciones y pavimento pueden quedarse con lo que quieran. Después construyen. Nombres distintos. Socios iguales. Siempre la misma empresa. Siempre los mismos amigos.
—Barrio Colombini. Me contaron algo.
—No reparten bien —dijo Diógenes, como si eso fuera más grave que todo lo anterior—. Brenda Gauna, la hija de Albarenque, hizo un curso de abundancia con Malena Albert. También concejal. Hubo fuego, hubo señales. Lo vieron claro: entregar el espacio comunitario a cambio de departamentos. Un pacto más espiritual que legal.
Diego desvió la mirada. En el banco de al lado, unas chicas. Ropa deportiva. Silencio largo.
—¿Por qué tienen esa cara?
—Son jugadoras de fútbol femenino. Entrenan como si hubiera futuro. Sandro García, el delfín del intendente, les suspendió los partidos. Tercera vez. Dicen que antes al menos simulaban interés. El presidente de la liga ni las nombra. Ellas lo llaman “machirulo”. Se ríen, pero duele.
Diego aguzó el oído. De otro banco llegaban murmullos. Nombres. Uno se repitió: Poleti.
—No son de acá —dijo—. Criticaban, pero son de otro tono.
—De Ramallo. Municipales. El intendente no les da aumento. Pero tienen paritarias. Que es como tener agua en el desierto si nadie quiere abrir la canilla. Los sindicatos municipales y el CICOP están pidiendo, pero del otro lado del mostrador. El intendente es amigo de Axel. El presidente del Concejo también es secretario de ATE. Todo se confunde. Como en los sueños.
—¿Y acá? ¿Habrá aumento?
Diógenes lo miró. Esa mirada que no se apoya en los ojos sino en lo que está detrás.
—Rodolfo Cecchi me lo dijo. El intendente no tiene opción. Ya pidió el aumento. Pero el anterior, el del cuarenta por ciento, se pagó con demora. Los jubilados esperaron. El intendente no firmó. Estaba ocupado metiendo voluntarios. Gente sin aportes. Sin obra social. Es una nueva precariedad, más elegante pero igual de cruel.
Hubo un viento. Una hoja cruzó entre ellos. El mate se enfrío.
—Este no es su barrio —dijo Diego.
Diógenes no respondió. Pero el gesto fue claro. Entendía. Como quien sabe que no pertenece, pero se niega a irse.
—¿Otro? —preguntó, levantando el mate.
Y el silencio volvió. Pero esta vez fue cómodo. Como si la ciudad, por un momento, se hubiera sentado con ellos.
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