

Por: Diógenes Cianuro
Diego se levantó distante. No saludó a nadie, salvo a Tornado, que pastaba con la misma indiferencia. Bernardo, que entendía su carácter, se limitó a dejarle el café y las medialunas sobre la mesa. No hubo palabras. No hacían falta.
Caminó sin apuro hasta el puesto de diarios, hojeó sin comprar, y se perdió en la misma plaza de siempre, ocupando el mismo banco. Ahí lo esperaba, como si el tiempo estuviera calculado con exactitud, Díogenes Cianuro. Un hombre de palabras cortantes, pero de una sabiduría que raspaba como lija. Lo que decía, dolía.
—El honesto y sabio pueblo de Conesa se ha levantado —dijo sin preámbulos, con esa manera suya de soltar verdades como quien arroja piedras a un lago—. Y con él, la rebelion. Como aquel tracio, Espartaco, que un día desafió a Roma, esta gente desafía a su propio imperio.
Diego, que no esperaba tanto de golpe, arqueó una ceja.
—Poco se sabe. Lo que hay, lo cuentan los libros de Plutarco. El poder real quiere silenciarlo, pero esta vez el pueblo vencerá.
—¿Por qué estás tan convencido? —lo interrumpió Diego, escéptico.
Díogenes no se alteró. Le gustaba que le preguntaran.
—Porque con ellos está la verdad. Un modesto sindicato, con su abogado, alertó a la población. La gente despertó. Y, sin colores políticos, lograron unir tres generaciones. Hoy van a hablarse como iguales, en el único templo auténtico de la democracia: el Centro de la Cultura de Conesa. Tanto molestan que les cortaron la luz. Así de asustados están los nuevos césares.
Diego lo miró de reojo, calibrando cada palabra.
—Noto que estás muy informado.
Díogenes sonrió con ironía.
—Lo suficiente. Y tomaré el quinientos para escucharlos. Estos actos se van a replicar. Y quiero verlos. Quiero recuperar las guardias de 24 horas en los centros de salud del Barrio 25 de Mayo y Del Carmen, donde los médicos de hoy fueron pacientes ayer. En aquella Argentina no tan lejana, donde los hijos de los obreros, con esfuerzo, llegaban a ser profesionales.
Diego no respondió. Se levantó y se fue, sin saludarlo.
Sabía que Díogenes hacía lo mismo cuando esperaba respuestas de él. Sabía, también, que iba a estar allí esa noche. Y que invitaría a todos. Porque algunas luchas merecen ser peleadas antes de que se las traguen las garras del olvido.
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