

Diego de la Vega se levantó temprano en las vísperas de su cumpleaños con esa incertidumbre que atraviesan los adultos que no desean más natalicios. Afuera, el mundo seguía su curso, indiferente a su desvelo. Salió a la calle, rumbo al kiosco, donde los diarios esperaban como testigos mudos de las desgracias cotidianas.
En la esquina, vio a Rodolfo bajar del colectivo con cara de duelo, el ceño fruncido como quien carga con un peso ajeno y propio a la vez.
—Rodolfo, ¿por qué la cara de preocupación? —le preguntó Diego, sintiendo que esa conversación le pertenecía desde antes de ser pronunciada.
Rodolfo suspiró, miró hacia el horizonte como quien busca respuestas en un punto fijo y las encuentra en cualquier parte menos ahí.
—Están destruyendo la salud pública. Los Centros de Salud, que estaban para descomprimir la atención primaria, ya no tienen medicamentos. Las prestaciones llegan de provincia, pero la gestión no las entrega. Dicen que si no las recibimos, las farmacias habilitadas pueden venderlas, como en otras gestiones, pero...
Diego sabía de qué hablaba Rodolfo. No solo lo conocía como vecino, sino como dirigente sindical de los que no se rinden, de los que pelean con los puños en alto aunque el viento sople en contra.
—No bajes los brazos —le dijo, clavándole la mirada—. La gente es la que sufre, y ahí es donde hay que apoyarse.
Rodolfo asintió, pero su voz seguía pesando.
—Los médicos involucrados están entre la espada y la pared. La Dra. Fabiana Alarcón, médica clínica en General Rojo, el Dr. Walter Lauria en Conesa, Dr. Jorge Peña médico pediatra, la odontóloga Valeria Albani en las delegaciones de Rojo, Conesa y Erezcano... No son responsables, los obligan a trabajar con el seguro médico municipal. Salud pública que ya no es pública. Y además, si son prestadores, no pueden ser empleados municipales. Pueden cesantearlos si no aceptan el retiro voluntario. A partir del lunes, los médicos ya no atenderán en las salas, lo harán en consultorios privados. Temo por la desaparición de los CAPS y el despido del personal no profesional.
Diego sintió un relámpago de indignación atravesarle el pecho.
—¿Retiro voluntario? Nada de eso es voluntario, es obligatorio. Es la forma más eficaz de destruir el Estado municipal. Tuvimos 1430 empleados, hoy no llegamos a quinientos.
Las palabras quedaron suspendidas en el aire, pesadas como el plomo. Diego lo miró con esa mezcla de furia y esperanza que solo quienes han visto lo peor pueden sostener.
—Te he visto pasar con libros de Hemingway —dijo, sonriendo apenas—. Santiago, en El viejo y el mar, decía que el hombre puede ser destruido, pero no derrotado.
Rodolfo levantó la vista, el peso un poco menos insoportable. Diego le dio un apretón de hombro y miró al cielo, como quien confía en que, al final, la justicia no es solo una palabra.
—La gente de la ruta 188 resolverá esto. Nuestra población es sabia. No nos gusta que nos quiten derechos. Dios actuará.
Y sin más, Diego siguió su camino. El kiosco aún lo esperaba, pero ya no tenía tanta prisa. Había palabras que quedaban resonando mucho más que los titulares del día.
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