

Por: Diógenes Cianuro
Dicen los libros —que son, al fin y al cabo, el eco persistente de la memoria de los hombres— que en la antigua Babilonia existieron unos jardines tan altos y fabulosos que parecían desafiar la voluntad de los dioses y la ley de la gravedad. A esos jardines, obra del capricho y el poder, los hombres les otorgaron el rango de maravilla.
No es mi intención comparar tales prodigios orientales con los jardines transitorios y precarios de la Avenida Savio, en nuestra querida San Nicolás de los Arroyos, aunque también ellos, por un mecanismo extraño y perfecto, merecen figurar en la nómina de las maravillas. No por su esplendor vegetal —pues las plantas allí depositadas son humildes, frágiles y condenadas a marchitarse en treinta días— sino por la maravillosa alquimia administrativa que permite que su costo ascienda a cifras babilónicas.
Hemos consultado fuentes secretas, como los sabios de Alejandría consultaban sus grimorios, y ellas nos han revelado que el proveedor de estas flores efímeras no es otro que la madre del señor Intendente Municipal, Santiago Passaglia, y que el primer contrato fue rubricado por el hijo pródigo, Manuel. Esta concatenación familiar, más propia de las sagas nórdicas que de las licitaciones municipales, nos conduce a un asombro mayor que el de las columnas de agua que regaban Babilonia desde ríos lejanos.
Las cifras también son un prodigio: 120 millones de pesos al mes, o si el lector prefiere hablar en la lengua de Wall Street, unos 120 mil dólares, por el privilegio de ver florecer y morir las mismas plantas cada treinta días. Un ciclo perpetuo de vida y muerte, como si la naturaleza imitara la circularidad de los cuentos orientales.
Multiplique usted, lector curioso, ese costo por los meses que suman ocho años de contrato ininterrumpido y el resultado será un poema contable de once millones y medio de dólares. Una cifra que no enriquece los sentidos pero sí las cuentas bancarias de los elegidos.
Así, los jardines efímeros de la Avenida Savio nos enseñan una lección no menor: que la maravilla no reside en las flores, sino en la pericia de convertir lo transitorio en permanente, lo sencillo en costoso y la gestión pública en un asunto de familia.
Acaso, en algún futuro, un arqueólogo de las burocracias encuentre estos números y, sin saber nada de San Nicolás ni de sus intendentes, los considere un vestigio de una civilización que supo elevar la flor caduca a la categoría de eternidad… y de negocio.
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