

Por: Diógenes Cianuro
Los peces no sólo habitan en peceras. Eso lo sabíamos desde antes, desde que los vimos rondar en los estanques dormidos del Jardín Botánico, escabulléndose entre raíces sumergidas donde los domingos quedan atrapados como promesas reflejadas en el agua. Pero nadie lo dice en voz alta. Por pudor, o por no romper ese viejo pacto que hicimos con la lógica para no despertar a los fantasmas.
Lo que no sabíamos —o al menos no yo, no todavía— es que hay peces rebeldes, criaturas anfibias del deseo, que no aceptan habitar sólo donde les han marcado los mapas. Son exiliados secretos, viajantes de lo improbable. Por eso los vi, una tarde cualquiera, navegando —sí, navegando— en la cuenca de los ojos de una mujer de voz dulce y extraña.
Pueden pensar que exagero, que hablo para darle aire a la poesía barata. No me importa. Porque los vi. Nadaban de izquierda a derecha, como si los párpados fueran esclusas y el iris una playa donde lanzarse a perseguir reflejos. A ratos, para fruncir el ceño —cosa casi imposible para un pez, pero no para estos—. Porque no eran peces comunes. Eran espectros escamados que hacían gestos mínimos. A veces, con un leve coletazo, sembraban una sonrisa en la comisura de esos labios. Una marea secreta en la piel, un leve temblor de algas en la penumbra de su rostro.
Cuando se cansaban de atravesar los mares de la cara, buscaban refugio en las orejas, donde la luz es más cálida, donde los rumores quedan dormidos antes de convertirse en palabra. Desde ese abrigo de penumbra y sal, contemplaban al día subir por la mandíbula, resbalar por la curva de la pera —camino brillante y escurridizo— y perderse en el bosque de los pómulos, donde eran libres para inventarse un delta privado.
Todos dicen que bajo el agua los rostros son iguales, pero es mentira. El suyo era distinto. Parecía el de Ingrid Bergman en una película antigua, mal doblada al francés, con esa tristeza de los lugares que dejaron de existir antes de que los nombráramos. Como si la película no hubiera capturado sólo su expresión, sino un destello de su alma extraviada. Y no terminaba ahí. Porque estos peces no sabían quedarse quietos. Eran curiosos, juguetones, a veces descarados. Les atraían las montañas del Himalaya, aunque nunca estuvieran allí (o tal vez sí). Se las inventaban al deslizarse por el torso de esta mujer, cordillera viva, nevada y perpetua, como si un viejo dios griego la hubiera esculpido para tentarse a pecar. Otros, menos solemnes, bajaban al ombligo para darle vueltas en espirales, como si estuvieran en el centro absoluto del mapa. Tal vez lo estuvieran. Ahí colgaba un piercing brillante, una reliquia de Babilonia, un mapa para náufragos perdidos en la piel. Pero no les bastaba. Porque estos peces hablaban todas las lenguas que nosotros no alcanzamos a imaginar. Se lanzaban por las piernas —esas columnas frescas y pulidas que sostienen mundos invisibles sin quejarse— y al llegar a los tobillos, tan perfectos que parecían soñados por un orfebre renacentista con los ojos cerrados, improvisaban su última danza antes de desvanecerse.
¿Eran reales? ¿Eran inventados? A esta altura no importa. No les envidio tanto la audacia de irse a vivir donde nadie los espera, aunque a veces lo intento. Porque nunca podré nadar en la música de su voz como hacen ellos. Esa voz que me salva, que me arrulla, que al sonar expulsa todas las plagas y fantasmas de mi vida, como un flautista de Hamelín que estuviera allí sólo para mí, al borde de la vigilia.
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