

Por: Diego de la Vega
Diego de la Vega caminaba sin apuro, con las manos en los bolsillos y los pensamientos revueltos. Pascuas se acercaba, y eso lo tocaba. Era su tiempo en el año. Lo sabía, lo sentía.
Había sido una semana intensa. Polvo, reuniones, palabras sin peso y promesas huecas. Necesitaba aire. Silencio. Sombra. Llegó a la plaza, que aún no habían destruido del todo.
En el centro, sentado sobre el pasto, descalzo y con el torso apenas cubierto por una camisa vieja, estaba Diógenes. Miraba el cielo. No dijo nada cuando Diego se acercó.
—Buenas tardes —dijo Diego.
Diógenes no respondió de inmediato. Masticó el silencio. Luego, sin mover la cabeza, dijo:
—Disfruto de la plaza mientras dura. La romperán de nuevo. Mueven las cosas de lugar como si eso les diera sentido. El intendente va a seguir hasta que los verdaderos dueños de esta tierra le digan basta.
Diego se sentó cerca. El pasto estaba fresco.
—¿Qué quiere decir? —preguntó.
—Que han borrado las placas. Las memorias. Le dieron al historiador oficial la orden de inventar. Que la ciudad la fundó Passaglia. Que lo de Aguiar no tiene valor. ¿Te parece poca cosa?
Diego bajó la mirada. Pensó. Entonces preguntó por la última sesión en el concejo.
Diógenes soltó una risa seca.
—No pierdas el tiempo, amigo. El pueblo vota con costumbre, no con convicción. Las notas de los vecinos de Rojo y Conesa fueron rechazadas como quien aplasta una mosca. Los invitaron a una comisión para sacárselos de encima. Ni expediente armaron. Y así, mil quinientas familias de la 188 entendieron lo que pasa. No los escuchan. Les dan la espalda.
—¿Quién carga con eso? —preguntó Diego.
—Daniel Luchelli. El director de orquesta. Falso como moneda de cobre. Sin palabra. Sin bandera.
El viento sopló suave. Las hojas crujieron.
—¿Y el Club Doce de Octubre? —insistió Diego.
—Intervenido desde La Plata. Pero la abogada que mandaron quiso hacer su propio juego. Cobró pases entre clubes de barrio como si fuesen profesionales. Padres y madres estallaron. El futsal y el femenino no entienden qué derecho de formación hay si se quedan en la misma ciudad.
—¿Y la Liga?
—Irregularidades por todos lados. Argentino Oeste eternamente discriminado sin visitantes. Partidos sin médicos. Suspensiones por agresiones. Solo en esta ciudad del Avatar pasan estas cosas.
Hubo un silencio más largo. Diego miró al suelo.
—¿Se puede saber quiénes son los buenos? —preguntó.
—No —dijo Diógenes.
—¿Por qué?
—Porque el intendente no está solo. Tiene aliados en todos los partidos. Son fáciles de ver: atacan a los opositores para sostener el poder. Eso hacen.
—¿Y la CGT? ¿El PJ? —preguntó Diego.
—Son del peronismo que habla. Dialogan tanto que ya no se escucha nada. Tal vez deberíamos confiar, pero… fueron cómplices durante años. Socios de los dueños del lugar.
El sol bajaba, lento. Diego se puso de pie. Sacudió el pantalón y miró a Diógenes una última vez. No dijo adiós.
Esa noche, mientras miraba la segunda parte de Gladiador, se preguntó si alguno de los políticos nicoleños podría sobrevivir en la arena. Mientras los mellizos Passaglia jugaban con su monito Matías Grahms en el hombro, Diego pensaba en el polvo, en la sangre, en el público que pedía verdad.
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